martes, 8 de septiembre de 2015

Una visita a la ermita de Fuente Santa

A poco más de un kilómetro del pueblo de Medinilla y a la izquierda de la carretera, damos con el lugar que buscábamos. Toda su historia y tradición ha sido bien estudiada en un libro reciente de Tomás Aguilera Durán y Gabriel Cusac Sánchez. No debo añadir nada distinto. Pero sí que la sensación de lugar distinto y especial se desprende casi desde la puerta  de hierro que marca el límite del recinto. Está cerrada la ermita y yo me tengo que contentar con recordar las fotografías que he visto en los libros y con contemplar los exteriores. No son pocos ni vulgares, pues allí está el recinto de la plaza de toros, allí sigue manando la fuente y el estanque sigue lleno, y siguen sólidas la ermita,  la casa del santero y la sacristía. Con todo, lo que le da más empaque sagrado al lugar son los paisajes que lo acogen: la falda del monte, el valle que allí se forma, el manantial que surge del seno de la tierra, los pinares y los huertos, los merenderos, y el paisaje último que enmarca todo. A la ermita de Fuente Santa se puede ir con fe y sin ella, y se puede estar en allí con religión o con espiritualidad; siempre habrá un ambiente especial y un poco misterioso a poco que la imaginación se predisponga.
En Fuente Santa vimos, en Fuente Santa repusimos generosamente fuerzas, en Fuente Santa dimos cuenta de diferentes viandas, en Fuente Santa bebimos de la fuente y de sus caños y en Fuente Santa sentí que estaba en un lugar especial. Tal vez sencillamente porque yo lo quise así. Allí también saludamos y dejamos en su trabajo a un cantero que  reconstruía la pared norte de la plaza de toros. 

 
Pero la mañana aún dio para algo más. No lejos de Medinilla se encuentra Neila de San Miguel, otro pueblecito que congrega apenas a un centenar de personas durante el año y que se multiplica cuando llegan los calores y sus hijos, desperdigados por esos mundos de Dios, vuelven a pasar unos días al arrimo de su niñez y del paisaje que los vio nacer.
Hay tres cosas que se lleva el caminante a poco que abra los ojos en Neila: la torre subida en una roca y dominando el pueblo, las enormes pilastras y dinteles de cantería que sujetan casi todas sus casas, y el castañar centenario que sobrevive a la salida del pueblo. Cualquiera de las tres serviría por sí sola; las tres juntas bien justifican la visita y la parada. Pocas cosas me gustan en un pueblo tanto como poder pegar la hebra con cualquier lugareño para sonsacarle algo de la vida del lugar. Lo hice por unos minutos con dos mujeres en Neila. Administrativamente dependen de Ávila pero echan de menos la atención médica en Béjar, “adonde siempre habían ido a curarse”, se sienten solos en invierno y notan como el pueblo se va vaciando, a pesar de la solidez de las pilastras y de los dinteles de sus casas. Pero ahora están un poco más contentas; tal vez porque es primavera y el buen tiempo alegra siempre. Y todo a pesar de que les han quitado los pilones y lavaderos que antes tenían en la parte alta del pueblo. No importa, los que se conservan a los pies del castañar bien sirven para el oficio.
De los castaños y de las ancianas nos despedimos por la carretera que nos devolvía, atravesando San Bartolomé, hasta la carretera más ancha, hasta el puerto de la Hoya y hasta Béjar.

Fuente: http://antoniogt1.blogspot.com.es/2013/05/al-vuelo-del-agila-yii.html

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